CUANDO yo estudiaba Física, los
profesores recurrían a los ejemplos de las sirenas
de las ambulancias o los motores de los bólidos de
carreras (ambos, sobre todo los segundos,
infrecuentes de escuchar en la vida cotidiana de
la época) para explicar en qué consistía el efecto
Doppler, esto es, la variación del tono del
sonido, según la fuente emisora del mismo se
acerque o aleje del oyente. Hoy sin embargo, la
gente, aún ignorando el principio físico y su
nombre, percibe el fenómeno con extraordinaria y
yo diría, hasta escandalosa frecuencia. Es
habitual escuchar un lejano sonido como de
tambores africanos que anuncia la aparición de un
coche generalmente de cristales negros, a los
mandos de un cretino que ha instalado en su "buga"
un equipo de música modelo "discoteca" y que lleva
al mismo volumen que si estuviese en ella; a
medida que el estruendoso vehículo se acerca, el
ruido va agudizándose hasta hacerse insoportable,
si la circulación es lenta –circunstancia harto
frecuente en el centro– uno padecerá los
infernales gustos musicales del tipejo
(indefectiblemente, lleva las ventanillas bajadas
en un obsceno ejercicio de exhibicionismo) durante
un tiempo que nos parecerá eterno; cuando por fin
se aleja, uno le da las gracias a Doppler por la
atenuación del sonido y de paso tiene un
escatológico recuerdo para con la madre –no
precisamente santa– del andoba.
Esta es sólo una de las muchas situaciones en
la que los ciudadanos –con la anuencia de las
autoridades- se ven agredidos por lo que se podría
llamar "ruidos gratuitos" que se suman a los
inevitables "ruidos forzosos" de la vida urbana.
Yo ya se –y no me quejo por ello- que mi primer
sueño termina con la llegada del camión de la
basura cuyas maniobras de elevación, vaciado y
ocultamiento de los contenedores soterrados
identifico con asombrosa precisión porque aunque
se trate de "tecnología punta" en recogida de
residuos, no se puede negar que es ruidosa de
cojones. Tras cuatro horas de relativo silencio
(rara es la noche que no disfruto del tubo de
escape de una birriosa "amotillo" o del recital
flamenco del que se recoge con un "colocón" de
categoría) las alegres y chillonas pláticas de los
que trasiegan con el pescado ponen fin a mi breve
período de descanso. Con ser la contaminación
acústica inherente a la ciudad, hay que reconocer
que hacemos poco por mantenerla dentro de niveles
aceptables para nuestros oídos. No sólo son los
excesos sonoros de los que les preocupa un
pimiento la convivencia, sino que la "gente
normal" ya de por sí tiene tendencia a expresarse
a gritos, a ser bullanguera, a estar en su salsa
en atronadores lugares –verbigracia, casetas de
feria– en los que yo, les confieso, me identifico
con E.T. (no tanto por su procedencia alienígena
como por el urgente deseo de volver a su casa).
Tengo la teoría –sin otra consistencia que la de
la observación– de que cuanto más elevado es el
tono de la conversación, menor es la calidad de
los argumentos; vemos en documentales que en los
exóticos pueblos primitivos la gente se comunica a
grito pelado y con ampulosa gesticulación –un
aspecto también muy frecuente en nuestro entorno–
y, en general, la razón suele caer del lado del
que vocifera más alto que, vistas como están las
cosas, parece ser el futuro hacia el que nos
encaminamos, una sociedad gritona cuyo lema bien
podría ser: "al poder por el decibelio". Tal es la
situación, que un conocido me dijo que había
mandado sus hijos a pasar el verano a Irlanda. –La
mejor manera para aprender inglés- le dije yo. No
–me contestó– no los mando para que aprendan
inglés, los mando para que aprendan a hablar
bajito.