NOTICIAS
 
AGENDA

SERVICIOS

  Actualización | miércoles, 20 de octubre de 2004, 10:58
manuel s. ledesma


El efecto Doppler
@ Envíe esta noticia a un amigo

CUANDO yo estudiaba Física, los profesores recurrían a los ejemplos de las sirenas de las ambulancias o los motores de los bólidos de carreras (ambos, sobre todo los segundos, infrecuentes de escuchar en la vida cotidiana de la época) para explicar en qué consistía el efecto Doppler, esto es, la variación del tono del sonido, según la fuente emisora del mismo se acerque o aleje del oyente. Hoy sin embargo, la gente, aún ignorando el principio físico y su nombre, percibe el fenómeno con extraordinaria y yo diría, hasta escandalosa frecuencia. Es habitual escuchar un lejano sonido como de tambores africanos que anuncia la aparición de un coche generalmente de cristales negros, a los mandos de un cretino que ha instalado en su "buga" un equipo de música modelo "discoteca" y que lleva al mismo volumen que si estuviese en ella; a medida que el estruendoso vehículo se acerca, el ruido va agudizándose hasta hacerse insoportable, si la circulación es lenta –circunstancia harto frecuente en el centro– uno padecerá los infernales gustos musicales del tipejo (indefectiblemente, lleva las ventanillas bajadas en un obsceno ejercicio de exhibicionismo) durante un tiempo que nos parecerá eterno; cuando por fin se aleja, uno le da las gracias a Doppler por la atenuación del sonido y de paso tiene un escatológico recuerdo para con la madre –no precisamente santa– del andoba.

Esta es sólo una de las muchas situaciones en la que los ciudadanos –con la anuencia de las autoridades- se ven agredidos por lo que se podría llamar "ruidos gratuitos" que se suman a los inevitables "ruidos forzosos" de la vida urbana. Yo ya se –y no me quejo por ello- que mi primer sueño termina con la llegada del camión de la basura cuyas maniobras de elevación, vaciado y ocultamiento de los contenedores soterrados identifico con asombrosa precisión porque aunque se trate de "tecnología punta" en recogida de residuos, no se puede negar que es ruidosa de cojones. Tras cuatro horas de relativo silencio (rara es la noche que no disfruto del tubo de escape de una birriosa "amotillo" o del recital flamenco del que se recoge con un "colocón" de categoría) las alegres y chillonas pláticas de los que trasiegan con el pescado ponen fin a mi breve período de descanso. Con ser la contaminación acústica inherente a la ciudad, hay que reconocer que hacemos poco por mantenerla dentro de niveles aceptables para nuestros oídos. No sólo son los excesos sonoros de los que les preocupa un pimiento la convivencia, sino que la "gente normal" ya de por sí tiene tendencia a expresarse a gritos, a ser bullanguera, a estar en su salsa en atronadores lugares –verbigracia, casetas de feria– en los que yo, les confieso, me identifico con E.T. (no tanto por su procedencia alienígena como por el urgente deseo de volver a su casa). Tengo la teoría –sin otra consistencia que la de la observación– de que cuanto más elevado es el tono de la conversación, menor es la calidad de los argumentos; vemos en documentales que en los exóticos pueblos primitivos la gente se comunica a grito pelado y con ampulosa gesticulación –un aspecto también muy frecuente en nuestro entorno– y, en general, la razón suele caer del lado del que vocifera más alto que, vistas como están las cosas, parece ser el futuro hacia el que nos encaminamos, una sociedad gritona cuyo lema bien podría ser: "al poder por el decibelio". Tal es la situación, que un conocido me dijo que había mandado sus hijos a pasar el verano a Irlanda. –La mejor manera para aprender inglés- le dije yo. No –me contestó– no los mando para que aprendan inglés, los mando para que aprendan a hablar bajito.

 

© Copyright Federico Joly y Cía, S.A.
C/Muro, 3. Algeciras (Cádiz)
Tlfno: 956 588250