Demasiado
ruido Camilo José Cela Conde. Recuerdo una experiencia
inquietante. Estaba hace años durante una noche de invierno en la que había caído
una gran nevada en un chalet aislado,en la montaña suiza, en medio del bosque.
Me desperté inquieto, con mal cuerpo, y mientras contemplaba por la ventana el
paisaje fantasmagórico con las luces y sombras que componían los rayos de la luna,
me iba dando vueltas en la cabeza la razón por la que pude haberme desvelado.
Cuando se hizo evidente aún apareció más motivo para el desasosiego: lo que me
había despertado era el silencio. No se oía ruido alguno; entre la quietud del
bosque y la alfombra de la nieve que apagaba los pocos sonidos el resultado era
el de un silencio absoluto. A un urbanita como yo se le trastorna el sueño a la
que no hay ruido alguno. El escándalo sonoro nos envuelve, nos tiraniza, nos
tortura y nos acostumbra hasta el punto en que forma una parte necesaria de nuestras
vidas. Es difícil dar con una celebración que no contenga el ruido como elemento
de jolgorio. Las más populares convierten el ruido en estruendo a base de cohetes,
petardos, tracas y barullo que busca como motivo de diversión el ensordecer a
la parroquia. Ya sean los sanfermines, las fallas, el día del patrón del pueblo
o la noche de san Juan, se trata de hacer todo el ruido posible para que nadie
dude de que se está divirtiendo. Hace ya más de una generación que esas fiestas
pasan a ser semanales -cuando no, como en el verano, diarias- mediante la fórmula
de la discoteca atronadora donde es incluso más importante salir sordo que atontado
por el alcohol. Para que no faltase detalle, el liruliru del teléfono móvil y
las conversaciones a gritos convierten el ruido en común en casi cualquier escenario.
El Tribunal Constitucional hizo pública una sentencia en la que establece que
el ruido atenta contra los derechos básicos. No deja de ser curioso el criterio
del alto tribunal en un país como España que, si no me equivoco, figura en segundo
lugar -detrás de Japón- entre los más ruidosos del mundo. Pero la sentencia obliga
a considerar el ruido como una contaminación más de la que la ley nos amparaba
desde hace treinta años pero con los resultados bien pobres que están a la vista.
Si ahora las cosas han de cambiar, y el derecho al silencio se considera relacionado
con la salud, la integridad física y moral, la intimidad de las personas y la
inviolabilidad del domicilio, me parece que será necesario el que vuelva a bajar
Moisés del monte con las tablas de la ley en la mano y, dentro de ellas, un nuevo
mandamiento: no harás ruido. O intervienen los dioses o va a ser imposible que
la sentencia del Constitucional sirva para otra cosa que poner alguna multa de
vez en cuando. Para mantener a cada persona a salvo de las agresiones sonoras
que atentan contra su integridad física y moral deberíamos comenzar por prohibir
las bocinas de los coches, las sirenas de policía, ambulancias y bomberos, los
anuncios de los aeropuertos, los jolgorios con pólvora por medio, los bares de
copas y las salas de fiestas, los escapes libres en motos y coches, las risas
y los aullidos en los restaurantes, a Mozart, Bach y Beethoven en los timbres
de los móviles, los martillos neumáticos, los televisores a todo volumen; una
buena parte de lo que estamos acostumbrados a hacer y a soportar a cada momento.
Me pregunto si eso es viable y, en caso de serlo, si nos acostumbraríamos a dormir
con tanta paz. |