Domingo, 21 de marzo del 2004 | Edición Número 1253

Demasiado ruido

Camilo José Cela Conde.

Recuerdo una experiencia inquietante. Estaba hace años durante una noche de invierno en la que había caído una gran nevada en un chalet aislado,en la montaña suiza, en medio del bosque. Me desperté inquieto, con mal cuerpo, y mientras contemplaba por la ventana el paisaje fantasmagórico con las luces y sombras que componían los rayos de la luna, me iba dando vueltas en la cabeza la razón por la que pude haberme desvelado. Cuando se hizo evidente aún apareció más motivo para el desasosiego: lo que me había despertado era el silencio. No se oía ruido alguno; entre la quietud del bosque y la alfombra de la nieve que apagaba los pocos sonidos el resultado era el de un silencio absoluto. A un urbanita como yo se le trastorna el sueño a la que no hay ruido alguno.

El escándalo sonoro nos envuelve, nos tiraniza, nos tortura y nos acostumbra hasta el punto en que forma una parte necesaria de nuestras vidas. Es difícil dar con una celebración que no contenga el ruido como elemento de jolgorio. Las más populares convierten el ruido en estruendo a base de cohetes, petardos, tracas y barullo que busca como motivo de diversión el ensordecer a la parroquia. Ya sean los sanfermines, las fallas, el día del patrón del pueblo o la noche de san Juan, se trata de hacer todo el ruido posible para que nadie dude de que se está divirtiendo. Hace ya más de una generación que esas fiestas pasan a ser semanales -cuando no, como en el verano, diarias- mediante la fórmula de la discoteca atronadora donde es incluso más importante salir sordo que atontado por el alcohol. Para que no faltase detalle, el liruliru del teléfono móvil y las conversaciones a gritos convierten el ruido en común en casi cualquier escenario.

El Tribunal Constitucional hizo pública una sentencia en la que establece que el ruido atenta contra los derechos básicos. No deja de ser curioso el criterio del alto tribunal en un país como España que, si no me equivoco, figura en segundo lugar -detrás de Japón- entre los más ruidosos del mundo. Pero la sentencia obliga a considerar el ruido como una contaminación más de la que la ley nos amparaba desde hace treinta años pero con los resultados bien pobres que están a la vista.

Si ahora las cosas han de cambiar, y el derecho al silencio se considera relacionado con la salud, la integridad física y moral, la intimidad de las personas y la inviolabilidad del domicilio, me parece que será necesario el que vuelva a bajar Moisés del monte con las tablas de la ley en la mano y, dentro de ellas, un nuevo mandamiento: no harás ruido. O intervienen los dioses o va a ser imposible que la sentencia del Constitucional sirva para otra cosa que poner alguna multa de vez en cuando.

Para mantener a cada persona a salvo de las agresiones sonoras que atentan contra su integridad física y moral deberíamos comenzar por prohibir las bocinas de los coches, las sirenas de policía, ambulancias y bomberos, los anuncios de los aeropuertos, los jolgorios con pólvora por medio, los bares de copas y las salas de fiestas, los escapes libres en motos y coches, las risas y los aullidos en los restaurantes, a Mozart, Bach y Beethoven en los timbres de los móviles, los martillos neumáticos, los televisores a todo volumen; una buena parte de lo que estamos acostumbrados a hacer y a soportar a cada momento. Me pregunto si eso es viable y, en caso de serlo, si nos acostumbraríamos a dormir con tanta paz.


 
 

 

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