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El culto al ruido

LLENA TANTO el vacío que casi no queda espacio para la propia persona que lo ha puesto en marcha  

REMEI MARGARIT - 06/11/2004


Se dice que Barcelona es una de las ciudades más ruidosas de Europa y probablemente sea verdad. Parece que el estudio que se llevó a cabo era para medir el ruido exterior, el de las calles y plazas. Pero a los ruidos exteriores del tránsito, máquinas varias de las obras y compresores de los aires acondicionados, habría que añadir los ruidos interiores. Cuando digo ruidos interiores me refiero a varias cosas, por ejemplo los comercios, las tiendas de ropa para jóvenes: en algunas de ellas ponen una música disco o máquina o lo que sea, de esa que hace boum, boum sin parar en un grado de decibelios que suele estar muy por encima del permitido en lugares públicos. Una puede entrar en esas tiendas o pasar de largo, pero las personas que trabajan en ella todo el día se ven sujetas a una especie de tortura auditiva que no se sabe muy bien para qué sirve; desde luego para captar clientes no creo porque la molestia es demasiada para entretenerse en contemplar la mer-cancía. En las cafeterías, más de lo mismo, suele haber una televisión encendida con cualquier programa que casi nadie mira y un nivel de volumen que impide la conversación de voz pausada de los clientes, y entonces pueden ocurrir dos cosas: que los clientes hablen a gritos, con lo cual lo que debería ser una conversación privada se convierte en un espectáculo para todos los demás, o sencillamente no puedan intercambiar ni una palabra. En algunos taxis hay que pedir por favor si pueden bajar el volumen de la radio, incluso a veces, al subir a un taxi, el taxista enciende la radio que llevaba apagada, como en un intento de hacerte un favor.

En el supermercado, un día de suerte, te puede tocar alguna canción de los Beatles o algún bolero retro, pero las más de las veces la música boum, boum se impone de tal manera que he llegado incluso a pedir que bajaran el volumen, cosa a la que han accedido siempre, la verdad sea dicha.

En cuanto a los vecinos de balcones, se sabe muy bien cuándo están los adolescentes solos en casa porque aprietan el acelerador de los decibelios y se quedan sumergidos en un ruido que inunda un par o tres de pisos.

Y si hablamos del cine, ¡ay el cine!No sé quién dio el toque de salida con el dolby sorround y otras hierbas, el caso es que el nivel sonoro de los cines en general, incluso en las salas pequeñas de los multicines, es tan alto que una se tiene que llevar tapones para los oídos, lo que es bien triste, o mejor todavía hacerse con el vídeo y verla en casa suavemente, aunque con ello se pierde eso tan precioso de compartir con una sala entera la belleza de algunas películas.

¿Por qué esa afición al ruido constante? Tal vez sea que el ruido con su expansión llena el espacio vacío, lo llena tanto que casi no queda espacio para la persona que lo ha puesto en marcha; y tal vez sea eso lo que se busca, llenar ese vacío de cualquier forma para aminorar el temor que inspira. Cuando yo era pequeña, en la masía de mis abuelos, que era un caserón muy grande, cuando ya había oscurecido, si tenía que ir a mi habitación a buscar alguna cosa lejos de donde estaban los demás, iba cantando para quitarme el miedo de encima, miedo a tanto espacio y a tanto silencio para mí sola. Pero eso era en mi infancia; ahora es justo al revés,me siento más amí misma si me envuelve el silencio.

Hay algo que se salva de ese terremoto auditivo, las bibliotecas y las librerías; en ellas reina el silencio y la palabra escrita por encima de la hablada. Y aun cuando no hay más remedio que hablar para pedir alguna cosa, se hace en un tono de voz bajo, justo para ser oído y para que no moleste a quien esté leyendo cerca. Ésas son ahora las catedrales del silencio. Ésas, junto con el mar en calma y el desierto.

R. MARGARIT, psicóloga y escritora



 
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