POLICARPO FANDÓS PÉREZ
ECONOMISTA Y PSICÓLOGO La reciente cumbre
internacional sobre el cambio climático celebrada en Copenhague ha puesto de
manifiesto el grave riesgo que corre la humanidad debido, entre otras razones, a
las emisiones de CO2 a la atmósfera. A estas alturas no creo que sean muchos los
que pongan en duda la necesidad de adoptar medidas para corregir todos los
procesos que generan esas emanaciones y otros atentados contra la
naturaleza.
Sin restar ni un ápice a la importancia de la cuestión
discutida en dicha cumbre, me parece de interés aludir a otro tipo de
circunstancias insalubres, quizá menos «visibles y también con menos efectos
generalizables, pero no menos impactantes para quienes las sufrimos. Me estoy
refiriendo a la contaminación acústica, con la que convivimos sin apenas darnos
cuenta.
Por cuestiones de oportunidad (y de espacio) voy a limitarme sólo
a dos situaciones que son especialmente frecuentes y también fácilmente
evitables:
La que se origina con el tráfico de automóviles es quizás una
de las más graves. Al ruido que originan los motores hay que unir el efecto
pernicioso del uso abusivo, desproporcionado y muchas veces injustificado de las
bocinas, en un entorno de aparente permisividad que se me antoja intolerable. En
este punto no deja de llamar la atención la escasa o nula actuación de quienes
tienen que velar por el buen funcionamiento del tráfico rodado, sobre todo en
las ciudades.
Y lo preocupante no es sólo que los usuarios pretendan
(inútilmente) resolver cualquier contratiempo a base de hacer sonar el claxon de
sus coches para descongestionar un atasco, acelerar la salida de un semáforo o,
simplemente, para tratar de calmar su propia tensión nerviosa, sino que algunos
servicios (públicos o privados) también sean los que más usan y abusan de este
instrumento (incluyendo todo tipo de sirenas) cuando las causas no están o no
parecen suficientemente justificadas; por ejemplo, de madrugada o cuando el
tráfico es notoriamente fluido.
Las conversaciones en locales públicos
(como bares, cafeterías, restaurantes, etcétera) serían la segunda de las
situaciones que ponen de manifiesto la gravedad de esta contaminación ruidosa.
Creo que éste es un mal endémico de nuestra sociedad, porque no es tan evidente
en otros países, ni mucho menos. Lo más curioso es que participamos de ellas
casi de forma entusiasta, quiero decir que para hacernos entender en esos
ambientes en los que todos hablan en voz alta, hacemos lo propio, es decir,
levantar más la nuestra, entrando en una especie de espiral creciente de voces
altisonantes en la que es casi imposible entenderse.
En ambos escenarios
se ve afectada de forma negativa e inconsciente nuestra calidad de vida y de
alguna manera nuestra salud (mental) hasta el punto de generar situaciones
compatibles con algunos trastornos psicológicos, como el estrés o determinados
cuadros ansiosos y sus derivaciones fisiológicas, como pérdida de audición,
disforia, irritabilidad, palpitaciones, insomnio, etcétera.
En cualquier
caso, se puede deducir que nos encontramos ante unos problemas solucionables con
poco esfuerzo, realmente con muy poco. En este contexto se me ocurre una idea:
durante los próximos 21 días no vamos a utilizar la bocina del coche y cuando
participemos en alguna conversación en un lugar público, no elevaremos la voz
más allá de lo habitual; al cabo de este período, dicen los expertos que
habremos interiorizado un hábito, que se convertirá en costumbre en nuestro
entorno, y también en un detalle de buenos modales que, dicho sea de paso, no
vendrá nada mal.
Como decía George B. Shaw, «algunas personas ven las
cosas como son y se preguntan ¿por qué?; otras sueñan cosas que nunca han sido y
se preguntan ¿por qué no?». La elección es nuestra.
«Los buenos modales
son como el cero en aritmética: acaso no representen mucho por sí solos, pero
pueden aumentar considerablemente el valor de todo lo demás», incluyendo el
medio ambiente. Dicho queda.