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Modos y costumbres

EULÀLIA SOLÉ - 24/10/2003

Mucha gente y muchos responsables municipales andan preocupados por la mala educación reinante. Hace años que las pintadas ensucian muros y persianas enrollables sin que, en la mayor parte de las ciudades, se hayan tomado medidas efectivas. Otro tanto ocurre con las motos ensordecedoras a las que no se pone coto, con los paseantes de perros a los que no se sanciona cuando no recogen los excrementos, con los vecinos que dejan trastos en la calle o con los bebedores nocturnos a quienes se consiente abandonar los envases en cualquier lugar. Malos modos y pésimas costumbres ¿adquiridos dónde, tolerados por quién? A la familia, a la escuela y a la sociedad en general se les piden responsabilidades. Parece lógico, pero no debemos olvidar que cada uno de los tres estamentos está formado por personas, entre las cuales también están las que ensucian y molestan.

Cuando se habla de malas formas conviene tener en cuenta diversos aspectos. En lo que se refiere a la convivencia urbana, forzoso es reconocer que un siglo atrás, y no digamos mucho antes, las ciudades y pueblos padecían mayor porquería y desbarajuste que los actuales. Lo que sucede es que ahora existe una aspiración de limpieza y organización que las anteriores generaciones ignoraban. Reconociendo que los criterios actuales son buenos para todos, ¿por qué hay personas a quienes las normas les tienen sin cuidado? Podríamos tacharlas de antisociales o, más comúnmente, de maleducadas. ¿Y quién educa? Observemos uno de los entes antes citados, la familia.

El niño al que no se hace bajar el volumen de la música porque molesta a los vecinos, probablemente, será el mismo que ensordecerá con la radio del coche o con el tubo de escape de la moto. Tampoco cabe esperar que unos padres que tiran los papeles al suelo enseñen a sus hijos a echarlos en la papelera, o esperar que los hijos recojan las heces del perro cuando no han visto hacerlo a sus progenitores. Consideraciones útiles para no cargar en los jóvenes todas las culpas del desastre circundante.

A riesgo de quedar en pura anécdota, valga mencionar cómo se ha pasado de formas habituales de urbanidad a la más absoluta descortesía. Olvidada está la deferencia de mantener abierta la puerta del rellano mientras sube o baja un vecino para no cerrársela en las narices, como suele ocurrir. Y si unos vecinos recién llegados dejaran su tarjeta de visita en los buzones para presentarse, el resto se desternillaría de risa ante la ridiculez. Lo que se estila es no conocerse e intercambiar apenas un saludo.

Lo anterior pertenecía al mundo burgués, y el progresismo lo barrió. Resulta sorprende, sin embargo, que ahora todo el mundo se afane en tener dinero pero no en tener educación. Y así, del pequeño desaire se pasa al grande, y suceden cosas como la reyerta ocurrida en Canadá, donde unos jóvenes destrozaron coches y mobiliario urbano por haberse suspendido un concierto de rock. En nuestro sistema, ni los grandes capitalistas, ocupados en hacer dinero, ni los pequeños, ocupados en pagar la hipoteca que enriquece a aquellos, tienen tiempo para entender, y para enseñar, que el respeto a los demás y al entorno resulta satisfactorio.

E. SOLÉ, socióloga y escritora



 
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