Hay objetos cuyo valor no se aprecia
hasta que los perdemos para siempre. Ésto lo afirman a menudo los
santanderinos que emigran de la ciudad, refiriéndose a su añoranza
de la bahía. La sentencia sirve igualmente para otros objetos y
fenómenos. Entre ellos, el silencio, ahogado en el ritmo trepidante
incluso de una ciudad pequeña como la nuestra.
Paseando con
el músico Vicente Diéguez por el Paseo de Pereda certifiqué la
defunción del silencio urbano. El hombre contaba, con voz queda, sus
hazañas en la contienda contra los bolcheviques soviéticos en la II
Guerra Mundial: Fue a recorrer mundo con su instrumento a cuestas y
se lo cambiaron por un fusil. Las palabras de su relato no llegaban
hasta mis oídos. Morían engullidas por el bee-bop-clanch-broppp del
tráfico rodado. Tratando de escuchar, ni siquiera era capaz de
oír.
Sabedor de este inconveniente de la vida contemporánea,
el pintor Ángel Medina se cobija bajo un arbusto de la calle Jesús
de Monasterio que protege su discurso del ruido ambiental. Es el
Diógenes de Santander. Con su sentido de la vista limitado, sería el
colmo que hubiera distorsiones acústicas en la comunicación.
Ya no es posible escuchar el silencio en nuestras calles. Ni
siquiera en las sobremesas del domingo. La pérdida es irreparable.
Nos hemos acostumbrado de tal forma a la denominada contaminación
acústica que no reparamos en su presencia. La hemos integrado como
un fenómeno más de nuestra vida de urbanitas. La capacidad de
adaptación del hombre es muy intensa.
Chimo, el mozo de
espadas de Manolete, le dijo en cierta ocasión al maestro: «Qué bien
se está hablando poco». Manolete le contestó: «Mejor se está sin
decir nada». Y permanecieron mucho tiempo en silencio. Eran los años
cuarenta. Hoy, imposible. Réquiem por el silencio que ya no se
escucha en el asfalto.