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Lunes, 19 de septiembre de 2005
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Cantabria / SANTANDER
Tribuna Libre
Hemos perdido el silencio
Hay objetos cuyo valor no se aprecia hasta que los perdemos para siempre. Ésto lo afirman a menudo los santanderinos que emigran de la ciudad, refiriéndose a su añoranza de la bahía. La sentencia sirve igualmente para otros objetos y fenómenos. Entre ellos, el silencio, ahogado en el ritmo trepidante incluso de una ciudad pequeña como la nuestra.

Paseando con el músico Vicente Diéguez por el Paseo de Pereda certifiqué la defunción del silencio urbano. El hombre contaba, con voz queda, sus hazañas en la contienda contra los bolcheviques soviéticos en la II Guerra Mundial: Fue a recorrer mundo con su instrumento a cuestas y se lo cambiaron por un fusil. Las palabras de su relato no llegaban hasta mis oídos. Morían engullidas por el bee-bop-clanch-broppp del tráfico rodado. Tratando de escuchar, ni siquiera era capaz de oír.

Sabedor de este inconveniente de la vida contemporánea, el pintor Ángel Medina se cobija bajo un arbusto de la calle Jesús de Monasterio que protege su discurso del ruido ambiental. Es el Diógenes de Santander. Con su sentido de la vista limitado, sería el colmo que hubiera distorsiones acústicas en la comunicación.

Ya no es posible escuchar el silencio en nuestras calles. Ni siquiera en las sobremesas del domingo. La pérdida es irreparable. Nos hemos acostumbrado de tal forma a la denominada contaminación acústica que no reparamos en su presencia. La hemos integrado como un fenómeno más de nuestra vida de urbanitas. La capacidad de adaptación del hombre es muy intensa.

Chimo, el mozo de espadas de Manolete, le dijo en cierta ocasión al maestro: «Qué bien se está hablando poco». Manolete le contestó: «Mejor se está sin decir nada». Y permanecieron mucho tiempo en silencio. Eran los años cuarenta. Hoy, imposible. Réquiem por el silencio que ya no se escucha en el asfalto.


 

Vocento